La
liberación de la culpa
Nuestro
objetivo es poseer un concepto de nosotros mismos resistente y positivo, y
mantenerlo más allá de nuestra habilidad o falta de ella en cualquier ámbito
concreto, y más allá de la aprobación o desaprobación de cualquier
persona.
Al avanzar
hacia esa meta, es de vital importancia el modo en que usted piensa acerca
de su conducta (los parámetros por los cuales la juzga y el contexto
dentro del cual la ve); sobre todo en los momentos en que se inclina a
condenarse a usted mismo. Es obvio que la culpa subvierte la autoestima
positiva.
Evaluar su
conducta encierra algunas preguntas como: ¿según los parámetros de
quien juzga usted su conducta: los suyos o los de otra persona?
¿Trata usted
de comprender por que actuó como lo hizo? ¿Recuerda las circunstancias,
el contexto y las opciones que, según usted percibió, estaban a su
disposición en ese momento?
¿Evalúa
usted su conducta como si fuera la de otro?
Cuando piensa
en su conducta, ¿identifica las áreas o las circunstancias especificas
en las que tiene lugar, o generaliza en exceso y dice: "Lo ignoro",
cuando en realidad quizás ignore un tema particular pero conozca bien
muchos otros temas? ¿O dice: "Soy débil", cuando en realidad puede
faltarle coraje o fuerza en una esfera particular pero no en otras?
Si lamenta
sus acciones, ¿trata de aprender de ellas, para que en su conducta futura
no repita las mismas equivocaciones? ¿O simplemente sufre por el pasado y
sigue pasivamente atado a modelos de conducta que sabe inadecuados?
La
respuesta a todas estas preguntas tendrá profundas implicaciones para su
autoestima.
Nos
sentimos culpables cuando:
Al contemplar algo que hemos hecho o dejado de hacer,
experimentamos un sentimiento de minusvalía;
Nos vemos impulsados a racionalizar o justificar nuestro
conducta.
Nos podemos a la defensiva, en actitud combativa, cuando alguien
menciona la conducta en cuestión;
Nos resulta difícil y penoso recordar o examinar la conducta.
Piense
en alguna acción que haya realizado, o que no haya realizado, de la cual
se arrepiente, algo lo bastante significativo como para haber hecho mella
en su autoestima. Luego pregúntese: ¿según los parámetros de quien estoy juzgando? ¿los míos o los de otro? Si esos parámetro no son en
verdad suyos, pregúntese: ¿Qué es lo que yo creo en realidad sobre esto? Si usted es un ser humano pensante y, con toda honestidad y
plena conciencia, no ve nada malo en su conducta, quizás encuentre el
coraje necesario para dejar de condenarse en ese mismo instante. O, al
menos, tal vez comience a vislumbrar una nueva perspectiva en la evaluación
de su conducta.
"Yo solía
hacerme reproches -decía Beatriz, en una de nuestras sesiones de
terapia- porque nunca quise que mi madre viviera conmigo. es decir,
conmigo, mi marido y nuestros hijos. Me educaron según el principio de
que el deber hacia los padres es lo más importante, y que el egoísmo es
un pecado. Pero una de las cosas que conseguí con la terapia es prestar
atención a lo que yo realmente pienso, más que a lo que a veces
me digo que pienso. Y la verdad es que para mi esas enseñanzas no tenían
ningún sentido, sobre todo al considerar que mi madre siempre dejo bien
en claro que yo no le gustaba mucho, y que yo sé que ella no me gusta
mucho a mi. Nunca nos llevamos bien. Toda su vida estuvo inmersa en el
abatimiento y la fatalidad. Si yo me mostraba demasiado feliz, solía
decirme que algo no me funcionaba bien. Pensé que, si permitía que mi
madre viniera a vivir con nosotros, iba a ser un infierno para mí y para
mi familia. Además, es mi vida, no la de ellos. Así que haré lo que a
mi me parece racional, y aceptare las consecuencias."
No estoy
sugiriendo con esto que todos los valores son subjetivos y que la moral es
sencillamente lo que un individuo piense o sienta que es moral. En Honoring
the Self desarrollo mi propio concepto de lo que entiendo por una ética
racional y objetiva, una ética de autointerés racional y lógico. Pero
en general la gente suele dejarse intimidar por las preferencias
valorativas de los demás, a expensas de sus propias necesidades,
percepciones y autoestima.
En la práctica de la terapia, gran parte de lo que se llama culpa tiene que ver
con la desaprobación o la condena de otros, de personajes influyentes
como los padres o cónyuges; no siempre es aconsejable tomar las
declaraciones de culpa (las nuestras o las de los demás) al pie de la
letra. Con frecuencia, cuando alguien declara: "Me siento culpable por
esto y por esto", lo que en realidad quiere decir, aunque rara vez lo
reconoce, es: "Tengo miedo de que si mamá o papá (o alguna otra persona
importante) se entera de lo que he hecho, me critique, repudie o
condene". A menudo, la persona no considera la acción como
verdaderamente mala, en cuyo caso lo que siente no es literalmente culpa.
De modo que la solución a esta categoría de "culpa" es atender a
la auténtica voz del yo, respetar su propio juicio por encima de las
creencias de los demás que uno no comparte de manera sincera (aunque
finja hacerlo)
Recuerdo
algunos pacientes que confesaban sentirse culpables por la masturbación,
porque cuando eran jóvenes sus padres les habían enseñado que era
pecado. A veces un terapeuta "soluciona" este problema reemplazando la
autoridad de los padres del paciente por la suya propia y asegurándole
que la masturbación es una actividad más que aceptable. Pero esto supone
que la "culpa" está provocada por una idea equivocada sobra la
moralidad de la masturbación. Yo considero que esta actitud equivale a
echar una cortina de humo.
El problema
más profundo es la dependencia y el
miedo a desafiar los valores de otras personas influyentes. Así pues,
trabajo, en primer lugar, para tratar de lograr un cambio en la definición
del problema, de la manera siguiente: "Yo no creo que la masturbación
sea algo malo, pero tengo miedo de la desaprobación de mis padres". Al
reconsiderar el problema de este modo, hemos salido del campo de la culpa
y el autorreproche; le hemos dado una definición más precisa y útil. Y
el desafío se convierte en: ¿Estoy dispuesto a perseverar y actuar de
acuerdo con mis propias percepciones y convicciones? Tal disposición es
uno de los significados de "honrar al yo". Cuando una persona acepta
este desafío, la autoestima se eleva.
A veces las
declaraciones de culpa son una cortina de humo para ocultar sentimientos
negados o rechazados. Por ejemplo: "No he logrado vivir de acuerdo con
las expectativas o parámetros de otro. Tengo miedo de admitir que esas
expectativas y esos parámetros me intimidan. Tengo miedo de reconocer cuánto me irrita lo que se espera de mí. Así que, en cambio, me digo a
mi mismo, y les digo a los demás, que me siento culpable de no haber
hecho lo correcto, y de ese modo no tengo que temer comunicar mi
resentimiento y poner en peligro mi relación con los demás".
Si usted se
reconoce en esta descripción, la solución para su "culpa" es ser
honesto consigo mismo y con los demás respecto de su resentimiento.
Primero, por supuesto, debe ser honesto consigo mismo. Reconozca su
irritación. Admita que su resentimiento está regido por parámetros y
expectativas que no son verdaderamente suyos. Y observe cómo la
"culpa" comienza a desaparecer, aunque aun deba seguir luchando para
obtener una mayor autonomía.
Cuando nos
comportamos de modos que se oponen a nuestro juicio de lo que es
apropiado, tendemos a perder valor ante nuestros propios ojos. Tendremos a
respetarnos menos. Pero si nos limitamos a castigarnos, a despreciarnos, y
luego no pensar más en ello, deterioramos nuestra autoestima y aumentamos
la probabilidad de poseer menos integridad personal en el futuro. Un mal
concepto de uno mismo es una profecía que siempre acaba cumpliéndose:
provoca en nosotros una mala conducta. No mejoramos diciéndonos que
estamos corruptos. Nuestras acciones son un reflejo del sujeto y la
entidad que pensamos que somos. Necesitamos aprender, pues, una reacción
alternativa frente a nuestras faltas, que es más útil para nuestra
autoestima y para nuestras conductas futuras.
En lugar de
caer en la autocondena, podemos aprender a preguntarnos: ¿cuáles fueron
las circunstancias? ¿Por qué mis elecciones o decisiones parecían
deseables o indispensables en aquel contexto? ¿Qué estaba yo tratando de
lograr? ¿De qué modo intentaba defenderme?
No podemos
comprender las acciones de un ser humano hasta que comprendamos por qué
tienen algún sentido para la persona implicada. Necesitamos conocer el
contexto personal en el que ocurrieron las acciones, el modelo de
realidad, el modelo del yo-en-el-mundo que yace detrás de las conductas.
Por ejemplo:
supongamos que soy una mujer que he elegido permanecer demasiado tiempo
junto a un marido alcohólico que me maltrataba físicamente, lo cual es
peligroso tanto para mí como para mis hijos. Sé que debería irme, pero
tengo miedo. La vida es para mí algo temible, mi situación me resulta
precaria, y veo que mis recursos y opciones son muy limitados. Dada mi
inseguridad básica, mi modelo personal del yo-en-el-mundo, estoy tratando
de sobrevivir, lo cual no es un crimen. Quizás desee tener más coraje y
confianza y no sufrir tanta angustia, pero no puedo maldecirme por tratar
de vivir. Sólo puedo aprender que es posible vivir mejor cambiando
mi punto de vista sobre mí misma y sobre el mundo.
El hecho
importante es éste: si podemos contemplar nuestro contexto personal con
compasión y deseos de comprender (sin negar ni por un momento lo
equivocado de nuestra conducta), si podemos ser para con nosotros mismos
un buen amigo que realmente quiere saber por qué nos comportamos como lo
hacemos, entonces podremos curarnos; sentiremos quizá remordimiento y
arrepentimiento, pero no nos autocondenaremos. Y la consecuencia más
probable será la decisión de ser mejores en el futuro.
Este, después
de todo, es el modelo que utilizamos en la terapia. Una mujer confiesa una
infidelidad sexual; un hombre admite que ha perpetrado una violación; un
empleado reconoce haberse apropiado de los fondos de la empresa; un
adolescente cuenta haber herido adrede a su hermano menor; un científico
admite haber falsificado datos; un padre confiesa haber sido cruel y
desconsiderado con respecto a las necesidades de sus hijos; un profesor
reconoce haber aprovechado el trabajo de un alumno para mejorar su
prestigio; una secretaria admite haber faltado a su empleo, con la excusa
de estar enferma, para salir con su novio; un periodista confiesa haber
inventado chismes con fines maliciosos. Algunas de estas acciones pueden
ser triviales, otras tienen trágicas consecuencias. Pero cuando en la
terapia nuestros pacientes hablan de ellas transmitiéndonos su
sentimiento de culpa, ¿qué hacemos para repararlo?
"Mi
madre era muy sarcástica -dice una enfermera de treinta y un años. Tenía
una lengua viperina. Cuando yo era chica, no sabía como acostumbrarme a
eso. Lloraba mucho. Siento escalofríos cuando pienso en mí misma a los
tres, cuatro o cinco años."
Pero
muchos de sus pacientes se han quejado de sus modos bruscos y sus
ocasionales observaciones mordaces. Sabe que en general no cae bien, pero
tiende a engañarse en cuanto al porqué.
"Cuando
yo tenia doce años -manifiesta un abogado de cincuenta y un años- en
nuestra calle había un chulo que me aterraba. Me pegó varias veces y,
después, con solo mirarlo quedaba yo reducido a la nada. No me gusta
recordarlo. No me gusta hablar de ello. En realidad, no me gusta admitir
que era un chico asustado. ¿Por qué no podía afrontar la situación de
otra manera? Mejor que me olvide de ese pequeño bastardo lo antes
posible."
Aunque
es brillante en su trabajo, pocos de sus clientes simpatizan con este
hombre. Lo consideran insensible y cruel. "Es un chulo", ha observado
más de uno.
Existen
muchas razones que hacen que la gente sienta que no pueden perdonar al niño
que fueron una vez. Como los pacientes mencionados, niegan y rechazan a
ese niño. Traducidas a palabras, sus actitudes equivalen a lo siguiente:
no puedo perdonarme haberle tenido tanto miedo a mi madre; haber anhelado
tanto la aprobación de mi padre; haberme sentido tan poco querido; haber
tenido tanta necesidad de atención y afecto; haberme sentido tan
confundido por las cosas; haber hecho algo, aunque no tengo idea de que,
para que mi padre abusara sexualmente de mí; haber sido tan torpe en las
clases de gimnasia; haberme sentido intimidado por mi profesor; haber
sufrido tanto; no haber sido popular en la escuela; haber sido tímido y
apocado; no haber sido más duro; haber temido desobedecer a mis padres;
haber hecho cualquier cosa para gustar; haber ansiado que me trataran con
amabilidad; haber sido malhumorado y hostil; haber tenido celos de mi
hermano menor; haber pensado que todo el mundo sabía más que yo; no haber
sabido qué hacer cuando me ridiculizaban; no haberme enfrentado a la
gente; que mis ropas fueran siempre las más pobres y andrajosas de entre
todos mis compañeros de escuela.
En
realidad, el niño que fuimos una vez puede ser recordado como una fuente
de dolor, rabia, miedo, embarazo o humillación, o ser reprimido,
rechazado, repudiado y olvidado. Rechazamos a ese niño tal como,
quizás, lo hicieran otros, y nuestra crueldad para con ese niño
puede proseguir diaria e indefinidamente a través de toda nuestra vida,
en el teatro de nuestra propia psique, donde el niño continua existiendo
como una subpersonalidad, un sí-mismo niño.
Podemos,
como adultos, encontrar múltiples pruebas del rechazo de los demás en
nuestras relaciones actuales, sin darnos cuenta de que las raíces de
nuestra experiencia de rechazo son más internas que externas. Toda nuestra
vida puede consistir en una serie de actos de incesante auto rechazo,
mientras seguimos quejándonos de que son los otros los que no nos
quieren.
Cuando
aprendemos a perdonar al niño que hemos sido, por algo que él o ella no
sabía o no podía hacer, o no era capaz de afrontar, o sentía o no sentía;
cuando luchaba por sobrevivir de la mejor manera posible, entonces el sí-mismo adulto ya no sostiene una relación de realidad con el
sí-mismo
niño- Una parte no está en guerra con la otra, Nuestras respuestas
adultas son más adecuadas.
Anteriormente
introduje el concepto de un sí-mismo niño: la representación interna del
niño que fuimos una vez, la constelación de actitudes, sentimientos,
valores y perspectivas que fueron nuestros hace mucho tiempo, y que gozan
de inmortalidad psicológica como un componente de nuestro si-mismo total.
Es un sub-sí-mismo, una subpersonalidad, un estado mental
que puede ser más o menos dominante en un momento dado, y en virtud del
cual obramos a veces, casi exclusivamente, sin darnos cuenta de que lo
hacemos.
Podemos
(de forma implícita) relacionarnos con nuestro sí-mismo niño de manera
consciente o inconsciente, con benevolencia o con hostilidad, con compasión
o con severidad. Como espero que aclaren los ejercicios que figuran en
esta sección, cuando uno se relaciona consciente y positivamente con el sí-mismo niño,
éste puede ser asimilado e integrado en el sé-mismo total.
Cuando la relación es inconsciente y/o negativa, se abandona al sí-mismo
niño en una especie de alienado olvido. En este último caso, cuando se
deja inconsciente al sí-mismo niño, o se lo rechaza y repudia, nos
fragmentamos; no nos sentimos completos; en alguna medida nos sentimos
enajenados de nosotros mismos; y la autoestima queda perjudicada.
Cuando
no se lo reconoce ni se lo comprende, o se lo rechaza y abandona, el sí-mismo niño puede convertirse en una "perturbación" que obstruye
tanto nuestra evolución como el goce de la existencia. La expresión
externa de este fenómeno es que a veces mostraremos una conducta infantil
nociva, o caeremos en modelos de dependencia inapropiados, o nos
volveremos narcisistas, o experimentaremos el mundo como si éste
perteneciera a "los mayores".
Por
el contrario, si es reconocido, aceptado, admitido y por lo tanto
integrado, el sí-mismo niño puede ser una magnífica fuente de
enriquecimiento de nuestra vida, con su potencial de espontaneidad,
capacidad lúdica e imaginación.
Antes
de intimar con su sí-mismo niño e integrarlo, para que conviva con
armoniosa relación con el resto de usted, debe tomar contacto con esa
entidad que vive en su mundo interior. Como medio de presentar a mis
pacientes o alumnos a sus sí-mismos, a veces les pido que se dejen llevar
por una fantasía, que se imaginen caminando por una carretera rural hasta
que, a lo lejos, vean a un niño sentado junto a un árbol y, al
acercarse, comprueben que ese niño es el sí-mismo que ellos fueron una
vez. Luego les pido que se sienten junto al árbol y entablen un diálogo
con el niño. Los animo a que hablen en voz alta, para profundizar la
realidad de la experiencia. ¿Qué quieren y necesitan decirse el uno al
otro? No es infrecuente que broten las lágrimas; a veces se manifiesta
alegría. Pero casi siempre se dan cuenta de que de alguna manera el niño
aún existe dentro de la psique (como un estado mental) y porta su
contribución a la vida del adulto. De este descubrimiento emerge un sí-mismo más rico, más pleno. A menudo advierten con tristeza que habían
pensado, equivocadamente, que necesitaban deshacerse de ese niño para
poder crecer.
Ejercicio